sábado, 29 de mayo de 2021

I CERTAMEN DE RELATO HISTÓRICO


Ya tenemos los ganadores del I Certamen de Relato Histórico del IES Profesor Juan Bautista: Rubén Izquierdo Sánchez (2ºE), Martina Calabuig Franco (2ºA) y María Trigueros Benítez (4ºA). Gracias a todos los que han participado y muy especialmente a los premiados. Esperamos que disfrutéis de estas historias.




 Berthold, el Lince Bávaro

Advierto previamente a todo aquel que corra con la fortuna o infortunio de hallarse en situación de irremediable curiosidad ante el encuentro de estas desdichadas páginas que, me temo que será víctima de la realidad sobre la que se encuentra leyendo estas viles memorias de guerra en absoluto estólidas que probablemente hicieron alcanzar mi visión acerca la guerra a un público que anhelo sea joven y digno de escuchar y progresar. Pero, pese a verse absorbido por mi delicada filis, preciso de alarmar que esto no es un simple artículo que puedas y leer sin consecuencias, esto, en el mejor de los casos te hará reflexionar levemente ante ciertos aspectos que, aseguro son verídicos… Dicho todo, procedamos a su detenida y atenta lectura.

Aún recuerdo la letífica euforia que me rodeaba aquel mediodía de junio, en el que fui notificado de la que esperaba que fuera mi “gran aventura”, “el paso definitivo hacia la hombría” o la “confirmación de la gloria” (que, no fue en absoluto nada de eso, si no más bien, un trauma perpetuo o la gran desventura humana). Al instante de ser informado por mi hermano menor, que llegó orgulloso y exhausto a implorar que yo participaría en la guerra que se estaba llevando a cabo actualmente, la “gran limpieza ante la herejía luterana”. Recuerdo badajear y fanfarronear a montones las semanas siguientes; presumía de ser “divinamente elegido para contrarrestar a los paganos” y no falte mi estolidez acerca de “ser un combatiente único”. Pero primero, contextualicemos:

Me llamo Berthold van der Linde y soy íncola de Múnich, en la santa Baviera. Me es oportuno nombrar que tenía 19 años en el transcurso de los acontecimientos y también soy un bienquisto hidalgo. Mi padre habitaba en Frisia, pero debido a las continuas guerras contra los hispánicos, acabó inmigrando a Múnich a la corta edad de 23 años. Mi madre, acostumbrada a ser hija de marqueses, habitantes de la ya nombrada ciudad, se casó con Padre a los 16 años, en la ya considerada edad núbil. Lastimosamente, ella pereció de tifus a mis tempranos 13 años. Ambos criaron 6 hijos, siendo yo el segundo más mayor. Nos encontramos así en 1634, Baviera, en plena Guerra de los 30 años, siendo de los escasos estados alemanes que apoyan al bando católico del majestuoso emperador Felipe II y el santo Maximiliano I, duque de Baviera, que antaño creía que eran los grandes libertadores del catolicismo. Y ahora, sin mayor dilación, continuemos.

Las semanas siguientes a la notificación transcurrieron apaciguadas, y adversamente efímeras. Sentía un frenesí inefable y enormemente jingoísta. Asomaba un cálido y parcialmente tranquilo agosto cuando me incorporé al cuerpo con montones de reclutas que compartían un sentimiento similar al mío, alguno mezclado con venganza, con ira colosal, con frustración… Algunos de los soldados combatió anteriormente en otras ocasiones, pero ninguno podíamos predecir lo que estaba por llegar… Nunca pude imaginar que cupiera la posibilidad de establecer complicidad o amistad en nuestra situación, pero realmente, y como podría no aparentar, los lazos más robustos acostumbran a establecerse aquí debido a, en mi criterio, la compilación de situaciones horribles y traumáticas sucedidas en este periodo de lucha y crecimiento. La mayoría entra siendo un crío nefelibato y remata deprimido, demente o en el mejor de los casos, no escapa con vida de la ocasión. Pasamos tortuosas semanas entrenando y aprendiendo en la labor de la guerra, pero también dio lugar a conocernos entre nosotros, “de hombre a hombre”, creyéndonos valerosos libertadores divinos y parecidos, realmente éramos ciegos y egocéntricos. Entablé amistad especialmente con Friedrich Strauss, un mosquetero proveniente de Linz, y Konrad Münster, un soñador morigerado que compartió conmigo sus metas y me mostró la faceta del conocimiento y los deseados objetivos.

 


Entonces, nos encontrábamos en nuestro campamento de avanzadilla en el que abundaba la dromomanía, en el arrebol del 5 de septiembre, comenzó nuestro “rito de iniciación”. Los suecos y demás alimaña luterana pusieron pie en suelo bávaro, tratando fallidamente de asediar Nördlingen. Al poco tiempo y tras, para muchos, una reflexiva travesía, llegamos al frente, apoyados por los españoles en la lucha por echarles de nuestra tierra, que entonces considerábamos sagrada. Recuerdo trazar anteriormente un plan unos días antes con unos pocos de soldados, un detalladísimo plan para acabar con el líder de las fuerzas enemigas lo antes posible y tumbar la moral de estos. Sin embargo, al ser recibidos en el campo de batalla rodeados de una atmósfera caótica, turbulenta, nefasta y otras muchas circunstancias, todo parecía esfumarse en principio. Luchamos con fiereza, dando uso a mi alabarda de la mejor manera, acabando así con 22 enemigos, 19 suecos, 2 alemanes y un único francés. Después de pasar luchando multitud de tiempo continuo, nos vimos victoriosos ante la paupérrima retirada enemiga. Pero ese sentimiento de grandiosidad sólo se perpetuó 1 minuto. Tras pasar ese éxtasis, la gloria prometida fue sustituida por fatiga. Alzar la mirada y apreciar la auténtica pesadilla, la auténtica guerra. A lo largo del claro se extendían cadáveres bañados en sangre o anomalías que estaban cerca de serlo y agonizaban por ello. Avancé entonces, entre las banderas de los bandos desprendidas en el barro con manchas de sangre entre los cuerpos. Observándolos me quedé atónito y fue brotando mi sentimiento actual, sentimiento que ya expresé al principio. Al observar el campo de batalla con detenimiento logré divisar al pobre Konrad, tumbado ante un sombrío y solitario árbol, completamente occiso y embriagado de yacturas severas, y ya letales. En ese dichoso instante, llorando a mi flébil amigo, se encendió la llama de la reflexión, de la duda, de la profundidad… Él tenía metas y sueños reales, a diferencia de la mayoría de soldados que allí luchamos, que simplemente éramos unos ilusos rodeados de ignorancia y badajearía. Entonces comprendí, o creí comprender, nuestro colosal penseque. Llegué a las sabias conclusiones, realidades de muchos, “lo único que nos hace iguales a todos en la guerra es la muerte” “en la guerra, tus ideales y principios se pierden por el camino”. Los siguientes momentos fueron, quizá desperdiciados, en llorar, vomitar, colapsar mentalmente y cantidad de desdichas más. Caos. Pero mi eterna tortura se prolongó aún más…

Resultó que, contra todo pronóstico previsto, mi plan ideado fue un éxito, los soldados a los que encargué dicha tarea cumplieron el objetivo de eliminar prematuramente al líder de los suecos. Esta hazaña serendipia hizo mi estancia en el mismísimo infierno aún más prolongada, pues la información de la estrategia exitosa llegó a oídos de los altos mandos militares y se produjo un repentino ascenso que, si bien debería de parecer beneficiarme, me amargó aún más. Pese a que me dio tiempo a reflexionar profundamente, no era equivalente a tener que repetir de nuevo las estancias en las tinieblas. Por esto, se me comenzó a llamar como “el Lince”, no debido a una vista espectacular y sin precedentes, sino en el detalle y destreza que, frustrantemente tengo en mi posesión, que me permitieron idear planes maestros y ofensivas grandiosas. También esto me permitió escribir estas cortas memorias, que ya corregidas e implementadas ahora, están entre tus dedos y a tu merced, pero ni con 2 años adicionales de cruel servicio se pudo remontar en su totalidad la guerra, que se situó como una derrota católica años después.

Estas son mis experiencias y testimonio sobre la realidad de la guerra, en la que no hay reconocimiento, gloria o recompensa equivalente a todo lo que se vive y presencia en ella, escrito en este humilde manifiesto. Por lo que, una vez leído, imploro que se medite y piense acerca de todo lo narrado. Mis más solemnes disculpas por ocupar sus pensamientos.

    Rubén Izquierdo Sánchez, 2° E






AKILA

Akila se sentaba cada día en el puerto de Alejandría a observar la llegada de los grandes barcos del Mediterráneo al gran embarcadero de la ciudad. Le encantaba ver descargar las mercancías que venían de tierras lejanas: sedas de China de múltiples colores y bordados vistosos, bronce de la Península Ibérica que brillaba bajo el sol cuando abrían las grandes cajas de madera… Pero lo que más le gustaba a Akila era ver cómo descargaban los libros de los barcos. Todos los libros que llegaban al puerto de la ciudad eran descargados cuidadosamente para hacerles una réplica y que formaran parte de la Gran Biblioteca de Alejandría.

La Gran Biblioteca era el lugar favorito de Akila y al que nunca podría entrar. Veía desde fuera cómo los sabios griegos discurrían con sus papiros bajo el brazo cruzando las grandes escaleras de mármol bajo la mirada fría de las diosas egipcias. Pero aquel sitio no estaba permitido para ella, era simplemente una niña egipcia hija de un pescador, y solo entraban allí los griegos y los judíos.

Akila soñaba con tener la oportunidad algún día de hablar con Cleopatra, la faraona de Egipto, una mujer que luchaba contra el ataque romano y la única de todos los gobernantes griegos que hablaba el idioma del pueblo, el egipcio. A veces había fantaseado con entrar en su palacio y pedirle que algún sabio le enseñara a ella y le guiara en el camino de la medicina.

Ansiaba entrar en la biblioteca y leer los grandes escritos de su admirado Galeno, el ilustre médico que escribió pergaminos enteros sobre el gran saber de curar a las personas y la anatomía humana. Porque esa era su meta, curar a su padre de su enfermedad.

El día que cumplía trece años sucedió algo que jamás hubiera imaginado, pero no fue hablar con Cleopatra. Aquel día, le habían ordenado a su padre que formara parte de los trabajadores que descargarían el barco que llegaba de Atenas cargado de papiros y libros.

Su padre sabía del gran interés de Akila y quería que su hija llegara más lejos que él y que no fuera para siempre una simple egipcia de los arrabales; así que tuvo la valentía de robar uno de aquellos papiros. Por la noche, él la esperaba sentado en los escalones de su casa.

Feliz cumpleaños hija, no he podido comprarte nada, pero he conseguido esto para ti.

Los ojos de Akila se abrieron como platos cuando vio a su padre sacar de detrás de un par de pergaminos enrollados. Akila los cogió rápidamente y, al ver que eran unos papiros de Galeno, le dio un abrazo a su padre y le dijo lo mucho que lo quería.

Estaba muy entusiasmada, y desde el momento en que los leyó, su única obsesión era planear cómo entrar en la Gran biblioteca de Alejandría, y poder llegar a leer el resto de los escritos de su admirado Galeno.

Pasaron tres meses, y Akila tenía el plan compuesto y perfectamente diseñado. Lo haría en el cambio de guardias que ella ya había estudiado. Y una noche, la del 9 de abril del año 48 a.C., se escapó de su casa un poco antes de las doce. Salió de su puerta y vio que era una noche de luna llena, brillante, y que no le hacía falta ningún tipo de iluminación. Los despistados guardias hicieron el cambio y ella veloz y ágil se coló entre dos columnas y consiguió entrar cuidadosamente.

Ante sus ojos podía ver la grandiosidad de aquel edificio, la luz de la luna reflejaba el mármol del interior de la biblioteca y resplandecía de manera que Akila se quedó asombrada. Las magestuosas estanterías estaban llenas de papiros y manuscritos, todo era más y más sabiduría ante sus ojos. Recorrió los pasillos buscando los libros de Galeno, rebuscando entre las estanterías los encontró, cogió los que más le interesaban y al salir escuchó unas voces que procedían de fuera. Por las ventanas de la biblioteca entraba humo y un calor sofocante invadía el edificio. Akila consiguió escapar como tenía planeado y desde fuera pudo ver que las llamas devastaban la Gran Biblioteca.

Sabía que todo lo que había en su interior se quemaría, siglos de conocimiento perdidos para siempre, pero ella había podido rescatar los papiros de Galeno. Se los llevó corriendo a su casa para que toda la gente que había alrededor de las llamas no la viese. Al cabo de los días se enteró de que el incendio había sido provocado por Julio Cesar, ya que él había prendido fuego a una flota de barcos y se había expandido hasta la biblioteca.

Con el tiempo consiguió descifrar, entender y leer aquellos papeles. Con aquella información averiguó la cura para la enfermedad de su padre, y haciendo sus experimentos en casa lo pudo curar y salvar.

Pasaron los años y un día cumplió el último de sus sueños, entrar en el palacio de la faraona. Allí le entregó a Cleopatra los papiros para que ese saber no se perdiera. Ella, a cambio, la hizo asistenta y su médica personal. Akila se convirtió en una gran científica. Y lo que empezó siendo el sueño de una simple niña egipcia, rebosante de interés, se convirtió en un ejemplo a seguir para toda la ciudad.

Martina Calabuig Franco, 2ºA



14 mayo 1933


Y con mi último respiro, que tal vez ni eso se podía considerar por el gas en mis pulmones, me despido de la vida, para descender al infierno donde viviría condenado toda la eternidad.

Tal vez os preguntéis qué pasó para llegar a esta situación, o tal vez simplemente ignorarán mi historia y la consideraréis como una más. En el caso de que la curiosidad te carcoma, siempre serás bienvenido a continuar.

Todo se remonta al día 1 de abril de 1933, digamos que en ese momento se prendió la llama que lo comenzó todo; para poneros un poco en contexto de mi situación en ese momento, os hablaré del entorno que me rodeaba, aunque esto solo se reducía a hombres con esvásticas; vivía en una casa bastante espaciosa y llena de lujos. Para un blanco de metro ochenta, ojos claros, pelo rubio y físico bastante balanceado era obvio que no viviría en la pobreza. Desde bastante joven mis padres me inculcaron sus ideales y aunque yo tuviera mis propias opiniones simplemente me callaba y asentía, no quería imponerme ante ellos y que me vieran como un ‘comunista’. Pero la llegada al poder de Hitler fue la gota que derramó el vaso; después de cierto tiempo bajo su poder, me llevaron en contra de mi voluntad como uno de sus soldados para combatir en la conquista de territorios; aunque gracias al dinero y poder de mi familia solo estaría como soldado de vigilancia en uno de los llamados campos de concentración.

Mis días allí no eran cosa de otro mundo: ver niños llorar, hombres retorciéndose y disparos de fusiles ya se había convertido en algo común de mi día a día. Pero ese 1 de abril, ese día, dieron un anuncio que sabía que en algún momento iba a llegar “todos los judíos encontrados y reportados serán llevados, en contra o a favor de su voluntad, a un campo de concentración determinado.”

Tras ese día las personas agonizando se multiplicaron, dando dolores de cabeza; mi mente solo hacía preguntas, ¿los mataban por su religión?, ¿tal vez también era por su apariencia?, ¿son realmente peligrosos?. Divagaba entre los posibles propósitos que tendrían para acabar con ellos. Puede que la religión que practiquen sea peligrosa, me planteé, así que, para asegurarme de esto, comencé a investigar minuciosamente qué propósitos tenía tal religión y por qué querían extinguirla.

Meses, meses pasé tratando de descifrar qué hacía que los odiaran tanto, y toda mi búsqueda no llegaba a nada, no había un motivo, una razón, tan solo había un odio, un odio a lo diferente; y aun así me callaba, asentía y cerraba mi boca. Tras mi investigación podía afirmar que los judíos no merecían aquello, su religión me parecía interesante, por ello la estudiaba y trataba de recopilar la información en mi cabeza; obviamente, la información no la pude obtener legalmente así que hacía trueques por grandes cantidades de dinero, recibiendo libros a cambio.

                     

De alguna manera, esta religión me consumió, me hechizó con sus libros e historias, dejándome con ganas de leer más, saber más. De alguna manera me reconfortó saber que había alguien ahí, que no estaba solo en las penumbras de este mundo, que no era el único que no podía hacer nada mientras veía esta injusticia pasar. Y entonces lo supe, esa religión que era de ellos, se había convertido también en la mía.

El tiempo pasaba y el miedo que me consumía cada día aumentaba, ¿y si me descubren, me pasará lo mismo que a ellos? Pronto supe la respuesta.

El 14 de mayo me encontraba vigilando la salida del lugar, como normalmente hacía; mi compañero, Stefan, comenzó a hablarme sobre el sistema político; yo, como siempre, asentía y callaba. Pero ese día, por algún motivo, se acercó a mí más de lo normal; dándome un par de palmadas en la espalda, tan corpulento era él y tan flacucho era yo que esos golpes me hicieron tropezar y dejar caer el colgante que guardaba en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Stefan se sorprendió por el desprendimiento del objeto, pero cuando alargó el brazo para recogerlo, quedó paralizado; cualquier soldado reconocería esa forma geométrica en cualquier lado, esos triángulos entrecruzados formando la llamada estrella de David. Lo obtuve cuando reconocí que era parte de aquella religión y debo decir que no me arrepiento; no me arrepiento de encontrar un consuelo para mis noches en vela, para mis lamentos incesables, para mis miedos más detestables.

Stefan no iba a callarse, era de esperar, así que tan solo me agarró y arrastró hacia uno de los generales contándole todo, sin compasión, sin pena, sin remordimiento alguno. El general me miró, juzgándome con esos profundos ojos y pidiendo que me dieran una paliza para luego llevarme a uno de los cuartos más temidos del lugar, la cámara de gas.

Y así, con dos costillas rotas, un labio partido y los pómulos morados; me ingresaron en ese frío y oscuro lugar del cual no saldría con vida.

Mi nombre es Maximilian Kirsch; y aun así, me callé y asentí.

María Trigueros Benítez, 4ºA




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