miércoles, 17 de mayo de 2023

CERTAMEN LITERARIO: DE LA IMAGEN AL RELATO

 



El Cinturón

­Apriétalo más – le dije a Aiko mientras me anudaba por la espalda el ancho cinturón, o como diríamos en la cultura japonesa, el obi.

Sus manos se deslizaban por mi kimono ajustándolo delicadamente y sus dedos se entrelazaban entre los hilos de seda que ataban mi dorso. Por mi mente corrían todo tipo de pensamientos. No eran los hilos del cinturón lo que me amarraba verdaderamente, sino lo que sucedería en cuestión de minutos. Estaba a punto de salir ante cientos de personas, subir al altar y someterme de por vida a un matrimonio sin salida. Pero mi corazón miraba hacia otra parte.

Giré mi cabeza hacia atrás y la vi a ella.

Aiko – le dije.

Dime señorita –odiaba que me llamara así.

¿Tú sabes lo que es el amor?

Estaba tan concentrada en su tarea que ni siquiera alzó la cabeza para mirarme. En cambio, yo sí que la miraba a ella. Me encanta. Mirarla sin que me vea. Observarla mientras está concentrada, seria, ajena.

Aún recuerdo el día en que mis padres la introdujeron en casa por primera vez. Era nuestra nueva criada y a pesar de que estaba prohibido mantener contacto con ella, terminamos siendo amigas inseparables. Su alma se adhirió a la mía y aún pienso que no seré capaz de olvidarla jamás. Nuestros caminos se separan y el mío, desgraciadamente, desemboca lejos de aquí. Lejos de ella.

Desearía devolver el tiempo atrás a cuando éramos niñas inquietas y juguetonas. A cuando el día iba a parar en la noche, la noche en la madrugada, la madrugada en la mañana; y todo esto en un instante junto a ella.

Sumida en mis pensamientos las lágrimas comenzaron a brotar por mis mejillas. Aiko se levantó rápidamente y mi piel se erizó al sentir sus brazos rodearme al completo.

De quien no imaginaba, de quien no esperaba y de quien no estaba buscando. Desde ese momento aprendí que el amor no se elige. Es él quien nos elige a nosotros.

Al fin y al cabo, siempre estuve enamorada de ella.


Martina Calabuig Franco, 4E



Querido hijo…



Era una noche como otra cualquiera, la luna brillante como el sol de verano me susurraba algo que las cinco copas de whisky no me dejaban entender. Ahí estaba yo, en ese bohemio bar de los suburbios de París, donde los grupos más minoritarios se liberaban sin opresión de su forma de ser.

Mis amistades ya no estaban, tampoco me importaba. Solo estaba pendiente de ella, que después de tantos intentos, la había vuelto a encontrar desde aquella vez que la vi en ese mismo pub bailando con otro chico.

Ella era la definición de perfección, alta, de ojos claros quizás un poco azulados, de cabello castaño, con una elegancia envidiable para cualquier dama del palacio de Versalles; simpática como nadie, con un rostro tan delicado y fino que se asimilaba al de una princesa de cuento y además contaba con un conocimiento tan amplio que la hacía una mujer muy competente.

En el momento que la pista de baile se despejó, la vi a ella, tan perfecta como siempre, lo que me creaba una gran inseguridad que me hizo acobardarme y huir hacia el baño.

Cara sudada, pelo revuelto, ojos desencajados, barba descuidada… todo estaba mal en mí, me veía como un gato callejero al lado de una elegante pantera negra; como un gorrión al lado de una majestuosa águila; como una… bueno ya me entendéis.

Después de verla durante un rato en las sombras, me armé de valor y me decidí por invitarla a bailar, su respuesta positiva me sorprendió y mis visibles nervios apenas me dejaron reaccionar. Todo lo demás ya es historia y no me arrepiento de haberla conocido ni un instante.

Y así querido hijo, es cómo conocí a tu madre, la que está esperando a que vuelvas del frente sano y salvo.


JAIME SANZ, 4º E


Capítulo XIX



El equipo de Konrad Schultz avanzaba imponente. Tenían un objetivo claro: someter a las tribus cercanas al lago Victoria en nombre de la corona alemana, y no iban a permitir que nada lo entorpeciese.

La travesía fue ardua: el litoral del lago estaba rodeado de una espesa y exuberante capa de vegetación a lo largo y ancho del camino. No faltaban tampoco las temibles bestias, cuyos feroces ataques resultaban tan frecuentes como letales: se perdieron cinco camaradas en manos de estas criaturas, cuyas fauces y garras resultaban irremediables sierras para los exploradores.

Sin embargo, la pérdida de estos miembros no aturdió ni por un momento el juicio del frío Konrad: la misión estaba sentenciada, ¿acaso iba a arriesgarse a perder su preciado botín? Jamás. Ya había hecho suficientes sacrificios como para que su maquiavélico temperamento le jugase repentinamente en contra.

Para el resto de la tripulación, Konrad era visto como un temible líder que haría lo que fuese por cumplir sus metas, postura que el resto del grupo no compartía, pues la mayoría se amedrentó nada más presenciar el verde muro al que se enfrentaban y que debían de atravesar como hormigas cruzando un prado. La jungla rugía ante la presencia de los temerarios intrusos.

Una docena de días fueron necesarios para que el equipo superase la prueba que aquella misteriosa alfombra de madreselva les suponía. Una vez llegados, los subordinados de Schultz no podían sentir nada que no fuese alivio, todos añoraban su hogar y deseaban regresar cuanto antes, pero la satisfacción por haber superado la misión se imponía ante la nostalgia del hogar. Este sentimiento no fue común en Konrad, pues aún a puertas del santuario de los Nyambo, ansiaba con rematar la tarea sin reposo; fantaseaba con castigar a los incivilizados nativos: ¿acaso no contamos con el deber de civilizar al pobre pueblo africano?


Para sorpresa de todos, el escuadrón de exploradores fue recibido como si de amigos se tratase; el rey de los Nyambo, Idrissa, ordenó a su rebaño que prestase a los invitados el máximo cuidado. Esta grata bienvenida no fue sino un mal augurio de lo que acontece posteriormente, pues pese al excepcional trato que Idrissa brindó a los alemanes en pleno abismo salvaje, las intenciones del infame Konrad Schultz se vieron inviolables, pues ante el mínimo instinto de duda o remordimiento, Konrad repetía las palabras de su célebre ídolo: "el fin justifica los medios".

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