YO SOY MANOLITO
El
lunes, como siempre, me levanté tan tranquilo para ir a la escuela, fui abajo a
desayunar y, de repente, mis padres y mi hermano tenían una tarta y empezaron a
cantarme “Cumpleaños Feliz” ¡Era mi cumpleaños! Y yo no me había
acordado. Mi abuelo se perdió la tarta porque estaba dormido y, además, porque
está de la próstata. Fue un poco raro desayunar pastel por la mañana, y al
final todos acabamos llenos. Me fui al colegio esperando a que todos mis
compañeros me felicitaran, pero nadie lo hizo. Cuando entré en la clase pensé
que sería buena idea gritar en voz alta- ¡Hoy es mi cumpleaños! -, y cuando
lo hice todo el mundo se abalanzó sobre mí y empezaron a preguntarme que cuando
lo iba a celebrar; menos la maestra, que empezó a apuntar nombres en la pizarra
para que copiaran “No me tiraré encima de mis compañeros cuando griten
que es su cumpleaños”.
Al
finalizar la clase nos fuimos al recreo y me llevé un folio y un boli para
hacer las invitaciones. Mi madre no sabía nada de que yo iba a celebrar mi
cumpleaños. En la invitación puse “Ola. Mañana a las cuatro en mi casa para
comer tarta y jugar al fútbol en el jardín. Grasias”
Al
día siguiente pensé en decírselo a mi madre, pero no sería buena idea; ya era
tarde para la noticia. Llegó la hora de la celebración y yo llegué de comprar
una tarta de la pastelería preferida de mi madre. Todos mis amigos ya estaban
en la puerta del jardín, así que les abrí la puerta y todos entraron en
avalancha. Yo cogí una pelota para jugar al fútbol. No nos poníamos de acuerdo
con los equipos, así que puse orden y los organicé arbitrariamente, los mejores
para mí y los peores para Yihad. Empezamos a jugar y Yihad tiró el balón tan
fuerte que rompió el cristal de la ventana que daba al salón. De allí salió mi
madre con el Imbécil en un brazo y con la pelota en el otro, utilizando sus
superpoderes con las dos manos (ser ambidiestra es un arte que mi madre maneja
en muchas ocasiones). Mi madre, ante tal situación, exclamó- pero bueno, ¡¡¿qué
es esto?!! Yo empecé a llorar pensando que se iba a aguar mi fiesta, y todos
mis amigos también, aunque yo no entendía bien por qué, menos Yihad que nunca
llora.
Al
final, mis invitados se fueron a sus casas y yo al siguiente día me comí la
tarta que había sobrado para desayunar. ¿Pensáis que mi madre no me castigó?
Pues sí lo hizo. Me dejó sin invitar a mis amigos a casa durante un año. Pero
así es la vida y así será posiblemente hasta mi próximo cumpleaños. (Martina Calabuig, 1D)
Tanto complicarme para un
día tan grande y nadie me había regalado nada, salvo la tarta. A la mañana
siguiente salí corriendo de mi habitación para
ver si me habían dejado algún regalo de última hora, pero no había nada. Recordaba
que cuando habían venido los amiguitos del Imbécil por su cumple, la casa se había
llenado de juguetes y no quiso compartir ninguno conmigo.
Después de todo lo ocurrido, me llevé unos días triste, solo pensaba una y
otra vez en lo único que había pedido durante casi un año, una moto. Como el
abuelo Nicolás está de la próstata, no le daba importancia y eso me molestaba
todavía más. Aunque, como es tan bueno conmigo, me daba una palmadita en los
hombros y me consolaba.
- No te
preocupes, Manolito; yo te la compraré algún día.
Al día siguiente cogimos el metro y nos fuimos a la Puerta del Sol; allí
miramos en muchas tiendas, pero en ninguna encontré la que me gustaba. Más
tarde fuimos a por unos helados y me encontré con el Orejones López que estaba
muy contento porque sus padres le habían comprado un coche de rally con
mando a distancia- ¡Vaya suerte que tenía! - y yo, a dos velas.
Ya empezó a anochecer y el abuelo y yo cogimos el metro hacia Carabanchel.
Cuando llegamos a casa
nos fuimos directos a la cama y nos quedamos fritos. Yo soñé con mi moto teledirigida haciendo
carreras con el Orejones; aunque solo era eso, un sueño.
Cuando llegó la mañana, el abuelo Nicolás me llevó al cole, y allí, justo
en la entrada, estaban todos mis compañeros y la Sita rodeando mi regalo
de cumpleaños, ¡mi moto! Fue un día inolvidable, mucho mejor que el de mi
cumpleaños. Desde entonces, todas las tardes el Orejones y yo sacamos a la
calle nuestros vehículos y hacemos las carreras que imaginaba yo en mis sueños.
Era un sueño hecho realidad. (Gema
Fernández Jiménez, 1º D)
La
noche pasada, por culpa del imbécil de mi hermano, me desperté a la cuatro de
la mañana, porque empezó a llorar. Yo quería dormir tranquilo y a gustito toda
la noche, pues venía un nuevo compañero. Mi mejor amigo, el Orejones López, y yo
íbamos los dos al colegio muy ilusionados (pero yo tenía un sueño impresionante
por haber pasado la noche en vela con el llanto de mi hermano). Cuando llegamos
a la puerta, esperamos a que sonara el timbre para salir corriendo a la clase y
ganar la carrera de cada día. Ya estábamos todos allí sentados, cuando el
director entró y le dio la bienvenida al nuevo compañero. Se llamaba Allan, y
todos le preguntamos a la vez: “¿De dónde eres?”. Parecía que lo teníamos
ensayado, pero no. Y él nos respondió
que venía de Francia, aunque era español por parte de madre. Yo le pregunté: ¿Y
por qué vienes a este barrio de Carabanchel?
Pero él no dijo nada, supongo que era porque no entendía bien el castellano.
Terminó el colegio y mi padre, el Grandullón, me recogió en el camión y le
hablé de mi nuevo amigo. Él me dijo que también había un nuevo integrante en su
trabajo, que era francés y se llamaba Wissam, y que le había dicho que tenía un
hijo llamado Allan y que era un poco travieso. ¡Qué pequeño es el mundo! Mi
papá y yo compartiendo amigos. (Alejandro Roldán, 1º B)
La
maestra de religión se ha marchado; creo que va a tener un bebé. Aunque no nos
lo había confirmado, desde un tiempo para acá tenía cada vez el vientre más abultado.
Aquella mañana estaba en la clase esperando a que llegara el nuevo maestro de Religión,
que es muy guay. Iba a llevarnos a una excursión al centro de Madrid para ver algunos
retablos. Nos montamos en el autobús y a mi lado estaba mi gran amigo el
Orejones López. Toda la clase de 5º A estaba concentrada en la parte trasera
del autobús gritando y cantando con mucha alegría. Cuando pasaron treinta y
cinco minutos, llegamos al centro. El maestro nuevo de Religión, que se llama Antonio,
nos dijo que nos pusiéramos todos en fila para hacer el recuento de las clases
de 5ºA y 5ºC. Cuando contó, confirmó los cincuenta alumnos, y allí mismo nos informó
de que había que ir a visitar muchas capillas e iglesias. Todos íbamos muy
contentos detrás de él para no perdernos. Llegamos a la primera capilla, donde primero
vimos un cuadro con la Virgen y después un altar con el Señor. Después de
varias visitas y con los pies magullados por los zapatos que se había empeñado
mi mamá en ponerme, nos fuimos a merendar al parque de El Retiro. Mi madre me
había echado un bocadillo de chorizo muy grande y me lo había comido entero
porque tenía mucha hambre. El maestro nos dijo que a las 13:45 estuviésemos
todos en la puerta del parque y… allí estábamos todos a la hora indicada, salvo
uno. ¿Quién era? Y saltó mi gran amigo el Orejones López:
--Yo
sé quién es. Yihad.
Todos
salieron corriendo a buscarlo y yo lo encontré. Estaba en una cafetería
comiéndose un dulce y un Cola-cao. Después, cuando volvió donde estábamos todos,
el maestro le echó la bronca; pero él, para defenderse, le dijo que estaba
comiendo y no se había dado cuenta de la hora que era. Ya nos fuimos todos al
autobús y volvimos a casa sanos y salvos a pesar de haber tenido un susto y un
pequeño retraso. (Juan Jesús Moreno Guerrero, 1ºD)
Martina Calabuig, Gema Fernández, Alejandro Roldán, Juan Jesús Moreno,
YO SOY MANOLITO
El pasado
sábado mi padre me llevó al centro comercial donde solemos ir todos los fines
de semana. Estábamos los dos en el bar, en el de siempre, donde desayunamos una
tostada con jamón y queso, la mejor tostada que se puede comer en el mundo
mundial. Pero ese día no era igual que todos los días, había más gente y estaba
completamente petado, tanto que apenas podíamos ni coger las servilletas para
limpiarnos los restos de queso fundido y aceite que nos rebozaban por la
barbilla.
Después
de desayunar fuimos a la sala de juegos. Allí nos encontramos a Yihad y me
quedé jugando con él. No tardó mucho en enfadarse y liarse a patadas con una
maquinita, pues había perdido. Se notaba que tenía ganas de pegarle a alguien
y, cómo no, después de dejar K.O. a aquel enorme armatoste, comenzó a darme
patadas como si yo tuviera alguna culpa de su enfado. Estaba condenado a
llevarme todos los golpes que se le antojaran al imbécil de Yihad. Menos mal
que llegó mi padre y me quitó de las manos de ese salvaje. Además, para tranquilizarme,
papá me llevó a la nueva película de Stard Wars.
Mi padre,
que está bastante gordo, se compró tres bolsas de palomitas, y yo, como no
podía ser de otra manera, me quedé casi sin probarlas porque él se las comía a
dos manos y caían por partes iguales en su boca y en el suelo de la sala. La
pobre limpiadora diría que por allí habían pasado unos cerdos.
Con la
pechada de palomitas que se comió, le entraron ganas de beberse tres botellas
enteras de agua, así que tuvimos que bajar a la planta de abajo para que bebiera
en la fuente. Después de estar esperando que mi padre saciara su sed, fuimos a
la nueva tienda que habían inaugurado.
Allí entramos los dos, pero apenas cabíamos. Había un montón de ropa
tirada por los probadores, calzados deshermanados, ropa interior por todas
partes y de todos los tamaños, colores y formas más variopintas. En la sección
de juguetería ocurría lo mismo y yo tocaba todo lo que se ponía al alcance de
mis manos: videojuegos, juegos de mesas y muchas cosas más.
De repente,
dejé de ver a mi padre, estaba perdido, no se veía nada entre toda la gente que
había por allí. Antes de salir de aquella aglomeración sentía que me ahogaba
entre toda la multitud; y para más, perdido de mi padre. Estaba muy preocupado.
Allí me llevé en la entrada esperándolo más de dos horas hasta que lo vi desde
lejos, sumergido en la sección de ropa interior. Cuando me acerqué tenía entre las manos unas
bragas de señora, qué curioso, pensé yo para mis adentros; pero cuando vio que
me acercaba cogió unos calzoncillos de flores que estaban justo al lado y soltó
las braguitas rápidamente. Le dije que se había olvidado de mí y que tendría
que recompensármelo de alguna manera.
Yo, muy
enfadado, lo cogí y nos fuimos de vuelta a casa; y nada más llegar le dejé dos
cosas claras a mi padre: que yo ya sabía que regalarle en su cumpleaños ,es
decir, los calzoncillos de flores y unas bragas de colores; y que se pusiera un
localizador en la cabeza para que no se perdiera más en un centro comercial.
(Javier Vargas Ortega 1ºC)
Pronto se
pasó el finde y regresé al cole, como todos los lunes. Quedaban treinta minutos
para que terminara la clase cuando la sita Asunción nos explicó sobre un
trabajo que teníamos que realizar para la próxima semana. El trabajo era por
parejas y consistía en crear una redacción sobre algún tema que nosotros
eligiéramos. El Orejones, mi mejor amigo, aunque a veces es un cerdo traidor,
me preguntó que si quería ponerme con él y yo le respondí que sí, aun sabiendo
que yo haría todo el trabajo. Sonó la sirena para irnos y quedamos a las cinco
y media en la plazoleta del barrio para después irnos juntos a la biblioteca.
Cuando
llegué a mi casa, el Imbécil estaba llorando, cosa que no me extrañó, pero aun
así pregunté el porqué de su llanto. Mi madre me dijo que era porque no se
quería comer las lentejas. A mí tampoco me gustan, pero me aguanté y me las
tragué rápidamente para poder irme cuanto antes y no tener que escuchar al
imbécil de mi hermano ni un minuto más. Me colgué la mochila y me fui a la plazoleta,
me quedé allí sentado en un banco, miré el reloj y ya eran ya las seis menos
cuarto y el Orejones no aparecía; supuse que con el despiste que tenía me
estaría esperando en la biblioteca. Cuando llegué a la biblioteca estaban allí
todos los de mi clase y, efectivamente, también estaba el Orejones López. Cuál
no sería mi sorpresa que este cerdo traidor estaba haciendo el trabajo con
Yihad. Mis ojos se abrieron como platos y me entraron ganas de ir y darle un
buen bofetón. ¡¡¿Quién se creía para dejarme plantado de esa manera?!!
-¿Qué
haces aquí?- le dije
- Pues
haciendo el trabajo- me contestó tan pancho.
- ¿Con Yihad?
- le pregunté
- Sí-
afirmó sin dar ninguna explicación.
Pues como
la cosa parecía ser verdad, me fui corriendo para mi casa y cuando llegué se lo
conté a mi madre. Ella me dijo que no le diera importancia, que hiciera el
trabajo con otra persona, y que lo perdonara. No sé si me lo dijo de verdad o simplemente
para que la dejara tranquila, porque no la dejaba hablar por teléfono. Mi madre
es muy aficionada a las llamadas telefónicas y ahora también se ha aficionado
al wasap y al Facebook. En cualquier caso, tenía razón, era mi mejor amigo y no
iba a enfadarme por un estúpido trabajo; ahora bien, mañana en clase no pensaba
hablarle.
Como por
lo visto yo ya no tenía compañero para hacer el trabajo, iba a tener que
hacerlo con la única que no tenía pareja, es decir, con Jessica la Gorda, que
ya no está gorda. La maestra nos dejó tiempo para elaborarlo en clase. Al
principio ninguno hablaba, hasta que me preguntó sobre qué quería hacerlo; yo
le dije que me gustaban los deportes, pero que verdaderamente no me importaba
de lo que fuera; ella me dijo que le parecía bien sobre deportes. De repente,
empezó a decir un montón de ideas y cosas que podían encajar genial con la
redacción.
Al día
siguiente hicimos nuestra exposición y juntos conseguimos sacar un trabajo de sobresaliente, mientras que al
Orejones lo suspendieron porque no pudo realizar su exposición con Yihad.
Después de todo no pensaba burlarme de él porque en el fondo es mi amigo y me
daba pena. ¿Ahora entendéis por qué le llamo el cerdo traidor? (Aitana Borreguero, 1º C)
Al salir de clase ya no
sentía ningún rencor y además llevaba una sonrisa de oreja a oreja por el
sobresaliente en el trabajo con Jéssica la Gorda. El Orejones me acompañó, como
casi siempre, y tomamos por un callejón por donde casi
nunca pasaba nadie, salvo nosotros que vamos acompañados y nos protegemos el
uno al otro con nuestros superpoderes. Ese mismo día habíamos escuchado ciertos
rumores sobre ese lugar. La gente decía que en ese callejón había un bar de
mala muerte a donde iba muy mala gente, sobre todo “drogaditos”. Yo sabía que
mi abuelo también iba allí, pero mi
abuelo no es “drogadito”, mi abuelo solamente está de la próstata.
Cuando llegué a casa busqué a mi abuelo rápidamente por todos
lados. Le pregunté a mi madre y me respondió sin pensarlo mucho que estaría en
su cuarto. Entonces fui rápidamente a nuestra habitación y le hablé como si yo
fuera su hermano mayor o su madre:
- Abuelo, no vayas más nunca al bar del callejón porque he
escuchado rumores que dicen que hay un “drogadito” y te puede dar con un palo
en la cabeza.
- Yo fui el viernes, entré y no vi a ningún “drogadito”—me
contestó mi abuelo con mucha sensatez. —Pero para que te quedes más tranquilo
no voy a ir más al bar del callejón.
Al día siguiente yo me
fui preocupado al colegio con aquella historia, ya que no me fiaba de mi
abuelo. Justo en la hora del recreo vino mi madre a traerme el bocadillo pues,
por casualidad, se me había olvidado. En esas ocasiones es mi abuelo el que me
trae la merienda, la mochila, el libro o lo que se me haya quedado atrás. Sin
embargo, había venido mi madre. ¿Por qué? Yo en ese momento empecé a dudar aún
más. Cuando salí de la escuela me fui corriendo para mi casa y en la puerta me
estaba esperando mi madre para decirme que fuera a recoger a mi abuelo al bar
del callejón donde había vuelto a enredarse con sus amigotes. Fue entonces
cuando supe que mi abuelo no tenía solución ni para la próstata ni para sus
salidas con sus amigos al bar del callejón, hubiera o no “drogaditos”.
(Adrián Moreno, 1º C)
De
regreso a casa, mi madre me dijo que venía una nueva familia a mudarse al
piso de al lado. Además, me dijo que los padres solo tenían una hija de mi
edad. Mi madre sabía todo esto porque tenemos una vecina cotilla, la del
quinto, que se entera de todo siempre y se lo cuenta a mi mamá porque es muy
amiga y tiene que cumplir, como todas las amigas cotillas, con la redacción de
las noticias más frescas. Al llegar los nuevos vecinos, iban vestidos con una
ropa muy elegante, pero lo que me dejó deslumbrado fue su hija, pues era muy guapa,
tanto que me quedé embobado como en esos momentos en los que estás en una nube
y nadie viene a bajarte de ella. Cuando lo descargaron todo en su nuevo hogar, y
mientras nosotros observábamos por la mirilla de la puerta, mi madre fue a
darles la bienvenida, y yo la acompañé porque quería conocer a mi nueva
vecinita. La vi y le dije:
-Hola,
soy Manolito, tu vecino de al lado, ¿cómo te llamas?
-Me
llamo Paula, encantada.
La cara
se me puso roja, y me fui corriendo a mi casa. Al día siguiente en el colegio,
le dije a mis amigos que una vecina de nuestra edad se había mudado a la casa
de al lado y que era muy guapa. Ellos me dijeron que querían conocerla, así que
por la tarde quedé con ella para ir a visitarla con mis inseparables, el
Orejones López y Yihad. Cuando llegamos nos invitó a merendar con ella. Su piso
era más grande que el mío, no tenía tantos trastos como nosotros y reinaba el
orden y la limpieza. Su cuarto era muy bonito y también muy ordenado. Había una
muñeca que se parecía mucho a ella y tenía su nombre en la camiseta. Cuando
llegó con la merienda, cogió su muñeca y se sentó con ella. Nos dijo que era su
tesoro porque fue la primera muñeca que le habían regalado. Paula fue un
momento al baño, y en ese instante, el Orejones López cogió la muñeca para
verla mejor y, como tenía las manos sucias de la merienda, le manchó la
camiseta. Cuando Paula regresó a la habitación y vio su preciosa muñeca sucia,
nos echó de su casa a gritos y casi a patadas diciéndonos que nunca más nos
invitaría.
Hasta
ahora Paula no me ha vuelto a hablar y cuando nos cruzamos en el rellano de la
escalera ni si quiera me mira a los ojos. Pues, como dice mi abuelo, ella se lo
pierde. (Alba Roldán Jiménez, 1º C)
Al salir
del piso de Paula, mi madre aprovechó, pues aún era temprano, para mandarme al
supermercado con mi abuelo. A ella no le gusta que yo vaya solo porque me
pueden secuestrar y, debido a lo que yo valgo, podrían pedir una recompensa muy
alta. Así que me acompañó mi abuelo y, para no dejar al Imbécil llorando,
también vino con nosotros. En diciembre hace un frío de miedo y nos pusimos tan
abrigados que casi se nos olvida el Imbécil antes de salir a la calle. Íbamos
porque, como la coronela manda, no nos quedaba más remedio. Compramos pan y un
roscón de reyes. El Imbécil se portó como un verdadero imbécil, no creía que
era tan tonto pero los hechos lo confirmaron: primero lo tocó todo, dejó caer
un perfume muy caro, por la cara que puso el encargado del super; y para colmo
se hizo caca encima y fue dejando un olor nauseabundo a lo largo de todo el
camino de vuelta. Toda la gente encogía la nariz cuando pasaba a nuestro lado,
porque mi hermano, cuando se hace caca, se hace notar demasiado, es
impresionante el rastro que deja tras de sí. A mi abuelo, al salir del
supermercado, se le cayeron las vienas de pan por un agujero que tenía la bolsa
justo debajo. Después de las catástrofes que pasaron, por fin llegamos a casa,
y mi madre nos preguntó:
- ¿Y la
compra dónde está?
- El pan
se nos ha caído y el roscón de Reyes se lo ha ido comiendo el Imbécil para que
no llorara por el camino – le contesté a mamá entre triste y enfadado.
Después de oír eso, mi madre me dio las dos
famosas collejas que recibo cada vez que hago algo mal o cada vez que ella lo
cree oportuno, y encima me castigó todo el fin de semana. Al Imbécil, sin
embargo, después de todo lo que había liado, le limpió el culete, le dio dos
besos y un abrazo y un apretón en los mofletes. Es lo que tiene ser el pequeño
de la casa.
Como
cuando me castiga, me aburro hasta el infinito, pues me dio por comer y, como
apenas quedó roscón de reyes, me lie todos los Chococrispis hasta que iba a
reventar. Por la noche no podía con el dolor de vientre y casi no llegué al
váter. Ahora tenía todo el mismo olor que había dejado mi hermano al venir del
supermercado. Si es que la sangre es la sangre. (María Sánchez Peña, 1ºC)
Javier
Vargas, Aitana Borreguero, Adrián Moreno, Alba Roldán, María Sánchez (1º C); y Patrocinio
Navarro Rodríguez, profesora de Lengua y Literatura.